Un inoportuno calambre me obligó a quitar el pie del
acelerador. Nos detuvimos en la banquina unos minutos, y luego de elongar
ayudado por una de las cubiertas delanteras del Corsario continuamos
atravesando la pampa húmeda hasta una estación de servicio en las afueras de
Santa Rosa. A Lisandro le faltaban sólo unas páginas para completar su
lectura de “Todos los fuegos el fuego”,
libro que había leído alrededor de diez veces, por lo que no quiso postergar la
enésima y bajó del coche en su compañía.
Una de las cocineras se había ausentado por lo que tuve
que esperar un momento a que la cajera que la estaba cubriendo se disponga a
tomarme el pedido. Lisandro argumentó no tener apetito, yo por mi parte pedí
un tostado de jamón y queso que me fue
negado informándome que la encargada de
hacerlos era justamente la cocinera que había sufrido problemas familiares, así
que luego de meditar un momento conmigo mismo me decidí por un café con
medialunas.
Cuando ya tenia terminado el desayuno me dirigí
nuevamente a la caja, ésta vez para abonar lo consumido donde pusieron a prueba
mi paciencia nuevamente. Maldita obra de la casualidad fue que a un pibito
distraído se le haya deslizado de las manos una botellita de “Sprite” dejando
un charco de gaseosa enfrente de la caja que tuve esperar secaran para poder
pagar el café y las facturas. La cajera al parecer había olvidado el código de
las medialunas por lo que consultó a uno de sus compañeros que le contestó
enseguida y me cobró lo que correspondía. Al regresar a la mesa a Lisandro le
restaban sólo unos párrafos para completar el último cuento del libro, aguardé
su finalización y proseguimos al encuentro de All Boys-General Belgrano, el
clásico de turno.
Ya en la capital de La Pampa, nos detuvimos a jugar un
pool en una pequeña taberna con el objetivo de hacer correr un poco el tiempo
ya que todavía algunas horas nos distanciaban del comienzo del partido. Yo fui
el encargado de abrir el juego, emboqué dos bolas, una lisa y una rayada, fiel
a mi costumbre, escogí las rayadas. Un buen rato después, ya que ninguno de los
dos era demasiado hábil en el arte de pegarle a la blanca con el taco, sólo
quedaba la bola número 8 sobre el paño. Para ganar, yo debía embocarla en el
hoyo inferior derecho (Tomando como punto de referencia la entrada de la
taberna), el objetivo de Lisandro en cambio era el inferior izquierdo, hoyo en
el que mi mala puntería hizo entrar la bola.
Al salir de la taberna, Lisandro divisó en una de las
ferias artesanales de la vereda de enfrente un juego de mate con los colores de
su equipo, justamente el obsequio que el día en que comenzamos el viaje él le
había prometido a su padre. Cruzamos el asfalto, nos arrimamos al puesto de
artesanías y consultamos su precio, el cuál era exactamente $10 mayor que lo
que disponíamos en nuestros bolsillos en ese momento. Nos habíamos olvidado de
recargar nuestras billeteras (nunca andábamos con todo el efectivo encima) y la
cajita que contenía el resto estaba en el fondo de uno de los bolsos que se
encontraban en el interior del Corsario, lo que hacía que el obtener los $10 que
faltaban nos suponía un esfuerzo bastante mayor al que estábamos dispuestos a
hacer. En este marco, mi compañero decidió incurrir en una destreza que jamás
había practicado y para la que demostró, sinceramente, muy poca competencia… el
“regateo”. Luego de varios tire y afloje con el vendedor (En los que no se
sabía si el objetivo de Lisandro era bajar o subir el precio), éste último
renunció a los $10 con tal de efectuar la transacción ¿Suerte de principiante?
Nos dispusimos a retornar a la vereda en la que habíamos
estacionado el coche, al divisar que un Fiat 147 se acercaba a una velocidad
considerable nos detuvimos sobre el cordón. Un hijo de artesanos al parecer no
era muy obediente con eso de “Mirá para los dos lados” y de no ser por la
pertinente aparición de reflejos en mi persona, habría sufrido consecuencias
mucho más severas que un par de rasguños en el brazo izquierdo producto del zamarreo que le propiné para alejarlo
de la cinta asfáltica. Su padre, un orfebre de cuchillos artesanales, llegó a
su auxilio a la milésima de segundo con
lágrimas en sus ojos y aterrorizado por el chillido de los neumáticos y
el llanto de Jorgito. Le ofrecimos acercarlos al hospital, el aterrado artesano
aceptó.
Desde que partimos de la feria hasta el momento en que
llegamos al hospital de Santa Rosa, Héctor nos agradeció una y otra vez hasta el hartazgo, agradecimiento que
concluyó con la atención de cedernos sus entradas para el partido por el cual
justamente habíamos llegado a la ciudad. En un principio nos negamos, pero al
Héctor argüir que lo que había pasado y las lesiones de Jorgito le habían quitado el humor para ir a alentar a Belgrano accedimos.
Al llegar al estadio, alrededor de cien personas
agolpadas contra las boleterías insultaban a empleados y policías en busca de
una explicación de la manera en que rápidamente se habían agotado las entradas.
La capacidad del “Rancho grande” se había colmado y aquí es cuando el
agradecimiento de Héctor toma una mayor dimensión y quizás toma sentido esa
vaga idea del “Destino”. Esos pequeños detalles que no notamos y jamás
recordaremos son los que nos permitieron presenciar el clásico pampeano, y lo
más importante, los que velaron por la salud de Jorgito.
Hagamos catarsis, pensemos un segundo en lo trascendente
que puede ser el más mínimo fragmento de nuestras vidas. Si aquél inoportuno
calambre no nos hubiera retrasado en la ruta, si el hijo de la cocinera de la
YPF se hubiera abrigado como su madre se lo indicó y no se hubiera engripado
obligándola a faltar al trabajo modificando mi elección de un tostado por un
café con medialunas, si al pibito de la estación no se le hubiera resbalado la
botella de las manos o ésta última hubiera sido de plástico y no de vidrio, si
la cajera hubiera tenido memorizado el código de las medialunas para cargarlo
en a registradora, si Cortázar se hubiera explayado un poco más en su cuento
“El otro cielo”, si yo hubiera elegido lisas en vez de rayadas o si no hubiera
metido la bola negra en el hoyo equivocado, si Lisandro no le hubiera prometido
un termo con el escudo del club amado a su padre, si el billete de $10 que
estaba junto a los demás en el baúl del Corsario hubiera estado en nuestros
bolsillos, si el artesano hubiera resignado con mayor facilidad la oferta de
Lisandro y por sobre todas las cosas, si Jorgito hubiera mirado no sólo a la
derecha sino también a la izquierda. Si cualquiera de todos éstos ínfimos detalles
que a lo sumo podrán agregar cinco minutos a las veinticuatro horas que tiene
un día no se hubieran dado tal como se dieron Jorgito estaría, con suerte,
gravemente herido y nosotros escuchando el partido por la radio.
Pero al igual que en el fútbol, en la vida todas las
jugadas son únicas e irrepetibles.
Por Rawson