martes, 23 de julio de 2013

SEÑORES, YO DEJO TODO: Jorgito artesanal

Un inoportuno calambre me obligó a quitar el pie del acelerador. Nos detuvimos en la banquina unos minutos, y luego de elongar ayudado por una de las cubiertas delanteras del Corsario continuamos atravesando la pampa húmeda hasta una estación de servicio en las afueras de Santa Rosa. A Lisandro le faltaban sólo unas páginas para completar su lectura  de “Todos los fuegos el fuego”, libro que había leído alrededor de diez veces, por lo que no quiso postergar la enésima y bajó del coche en su compañía.

Una de las cocineras se había ausentado por lo que tuve que esperar un momento a que la cajera que la estaba cubriendo se disponga a tomarme el pedido. Lisandro argumentó no tener apetito, yo por mi parte pedí un tostado de jamón y queso  que me fue negado informándome  que la encargada de hacerlos era justamente la cocinera que había sufrido problemas familiares, así que luego de meditar un momento conmigo mismo me decidí por un café con medialunas.

Cuando ya tenia terminado el desayuno me dirigí nuevamente a la caja, ésta vez para abonar lo consumido donde pusieron a prueba mi paciencia nuevamente. Maldita obra de la casualidad fue que a un pibito distraído se le haya deslizado de las manos una botellita de “Sprite” dejando un charco de gaseosa enfrente de la caja que tuve esperar secaran para poder pagar el café y las facturas. La cajera al parecer había olvidado el código de las medialunas por lo que consultó a uno de sus compañeros que le contestó enseguida y me cobró lo que correspondía. Al regresar a la mesa a Lisandro le restaban sólo unos párrafos para completar el último cuento del libro, aguardé su finalización y proseguimos al encuentro de All Boys-General Belgrano, el clásico de turno.  

Ya en la capital de La Pampa, nos detuvimos a jugar un pool en una pequeña taberna con el objetivo de hacer correr un poco el tiempo ya que todavía algunas horas nos distanciaban del comienzo del partido. Yo fui el encargado de abrir el juego, emboqué dos bolas, una lisa y una rayada, fiel a mi costumbre, escogí las rayadas. Un buen rato después, ya que ninguno de los dos era demasiado hábil en el arte de pegarle a la blanca con el taco, sólo quedaba la bola número 8 sobre el paño. Para ganar, yo debía embocarla en el hoyo inferior derecho (Tomando como punto de referencia la entrada de la taberna), el objetivo de Lisandro en cambio era el inferior izquierdo, hoyo en el que mi mala puntería hizo entrar la bola.

Al salir de la taberna, Lisandro divisó en una de las ferias artesanales de la vereda de enfrente un juego de mate con los colores de su equipo, justamente el obsequio que el día en que comenzamos el viaje él le había prometido a su padre. Cruzamos el asfalto, nos arrimamos al puesto de artesanías y consultamos su precio, el cuál era exactamente $10 mayor que lo que disponíamos en nuestros bolsillos en ese momento. Nos habíamos olvidado de recargar nuestras billeteras (nunca  andábamos con todo el efectivo encima) y la cajita que contenía el resto estaba en el fondo de uno de los bolsos que se encontraban en el interior del Corsario, lo que hacía que el obtener los $10 que faltaban nos suponía un esfuerzo bastante mayor al que estábamos dispuestos a hacer. En este marco, mi compañero decidió incurrir en una destreza que jamás había practicado y para la que demostró, sinceramente, muy poca competencia… el “regateo”. Luego de varios tire y afloje con el vendedor (En los que no se sabía si el objetivo de Lisandro era bajar o subir el precio), éste último renunció a los $10 con tal de efectuar la transacción ¿Suerte de principiante?

Nos dispusimos a retornar a la vereda en la que habíamos estacionado el coche, al divisar que un Fiat 147 se acercaba a una velocidad considerable nos detuvimos sobre el cordón. Un hijo de artesanos al parecer no era muy obediente con eso de “Mirá para los dos lados” y de no ser por la pertinente aparición de reflejos en mi persona, habría sufrido consecuencias mucho más severas que un par de rasguños en el brazo izquierdo  producto del zamarreo que le propiné para alejarlo de la cinta asfáltica. Su padre, un orfebre de cuchillos artesanales, llegó a su auxilio a la milésima de segundo con  lágrimas en sus ojos y aterrorizado por el chillido de los neumáticos y el llanto de Jorgito. Le ofrecimos acercarlos al hospital, el aterrado artesano aceptó.

Desde que partimos de la feria hasta el momento en que llegamos al hospital de Santa Rosa, Héctor nos agradeció una y otra vez hasta el hartazgo, agradecimiento que concluyó con la atención de cedernos sus entradas para el partido por el cual justamente habíamos llegado a la ciudad. En un principio nos negamos, pero al Héctor argüir que lo que había pasado y las lesiones de Jorgito le habían quitado el humor para ir a alentar a Belgrano accedimos.

Al llegar al estadio, alrededor de cien personas agolpadas contra las boleterías insultaban a empleados y policías en busca de una explicación de la manera en que rápidamente se habían agotado las entradas. La capacidad del “Rancho grande” se había colmado y aquí es cuando el agradecimiento de Héctor toma una mayor dimensión y quizás toma sentido esa vaga idea del “Destino”. Esos pequeños detalles que no notamos y jamás recordaremos son los que nos permitieron presenciar el clásico pampeano, y lo más importante, los que velaron por la salud de Jorgito.

Hagamos catarsis, pensemos un segundo en lo trascendente que puede ser el más mínimo fragmento de nuestras vidas. Si aquél inoportuno calambre no nos hubiera retrasado en la ruta, si el hijo de la cocinera de la YPF se hubiera abrigado como su madre se lo indicó y no se hubiera engripado obligándola a faltar al trabajo modificando mi elección de un tostado por un café con medialunas, si al pibito de la estación no se le hubiera resbalado la botella de las manos o ésta última hubiera sido de plástico y no de vidrio, si la cajera hubiera tenido memorizado el código de las medialunas para cargarlo en a registradora, si Cortázar se hubiera explayado un poco más en su cuento “El otro cielo”, si yo hubiera elegido lisas en vez de rayadas o si no hubiera metido la bola negra en el hoyo equivocado, si Lisandro no le hubiera prometido un termo con el escudo del club amado a su padre, si el billete de $10 que estaba junto a los demás en el baúl del Corsario hubiera estado en nuestros bolsillos, si el artesano hubiera resignado con mayor facilidad la oferta de Lisandro y por sobre todas las cosas, si Jorgito hubiera mirado no sólo a la derecha sino también a la izquierda. Si cualquiera de todos éstos ínfimos detalles que a lo sumo podrán agregar cinco minutos a las veinticuatro horas que tiene un día no se hubieran dado tal como se dieron Jorgito estaría, con suerte, gravemente herido y nosotros escuchando el partido por la radio.

Pero al igual que en el fútbol, en la vida todas las jugadas son únicas e irrepetibles.

Por Rawson


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